lunes, 25 de marzo de 2013

EL HOMBRE DE SU VIDA

De manera inconsciente siempre elegía el mismo tipo de hombre. Se relacionaba con los capaces de darle esa  certeza… la de que en algún momento los iba a perder. Nunca supo explicar ese fenómeno. ¿Sería por el miedo a quedarse en la trampa de lo cierto y definido? En lo, por otro lado, vehementemente deseado. Una contradicción interna tan extraña y tan común a la vez.

Recuerda a su primer chico; un estudiante en el primer año de la universidad. Muchacho joven, idealista y soñador, quien había terminado la secundaria en la provincia y estaba medio perdido en la gran ciudad. Lo dejó después de unos años, siguiendo la inconsciente ley según la cual la separación es el primer paso de la existencia.

Un tiempo después conoció al otro. De unos veinticinco años. Alma infeliz; educado; inteligente; con un maravilloso futuro -tipo estándar-por adelante. En su presencia sentía esa obviedad a veces tan oculta, de que no todo era lo que parecía. En aquella época, no supo definir bien qué era; hoy después de tantos años y varios amores vividos, estaba más cerca de la respuesta. Al dejarlo, quedó bastante tiempo con su propia soledad. Aparecían posibilidades, pero no era lo que deseaba. ¿Sería la falta de convicción para tener una pareja duradera? Algo estable, con proyecto. ¿O quizás – aunque cueste creer – sería que su camino conducía a otro futuro? ¿Quizás le parecía que lo más bello de la vida son esas profundidades que sólo presentimos? Y si nos atrevemos a buscarlas se nos escapa algo. Para siempre.

Abrió sus alas de nuevo, recién cuando  llegó al corazón la magia de enamorarse de alguien que no hablara su lengua materna. Se fue al país de su pareja… un cambio decisivo, que determinó toda su vida. Una relación fuerte y profunda de dos seres, que a pesar de amarse, nunca se pudieron entender. Y no pasaba por la diferencia de lengua. No. Se terminaron separando de manera muy dolorosa. Su propio corazón admitió al fin que no había encontrado al hombre de su vida. Tenía que buscar más. Más y más, en una larga y desesperada búsqueda; con muchas mañanas grises, que no terminaban de despegarse de la cama.

Recordó aquel extraño día, cuando por un inexplicable capricho del hado, al buscar un pasaje a Nepal (para seguir su camino en un monte lejano dedicándose a mantras y silencio) ocurrió un error del sistema, que lo llevó a, sin querer, comprar un viaje a otro destino. Quizás lo podía haber devuelto, pero - en un inesperado ataque de coraje - aceptó el desafío de superficies planas: terminó el viaje en una nocturna milonga de la Capital Federal.

Con nuevas esperanzas, jugando ajedrez con la fortuna y gozando de lo desconocido, aprendió a tomar mate; disfrutar de un cortado; de la primavera de flores de palo borracho; del malbec. Aprendió a hablar en otra lengua; se dio cuenta que los códigos del juego entre sexos opuestos eran bien, bien diferentes de aquello que conocía. Seguía buscando.

Se quedó más tiempo con uno que hacia terapia. Algo que influye no sólo al paciente, también a su entorno. Junto a él, su mente y corazón cruzaron varias fronteras, para las cuales antes no sólo no tenía pasaporte; ni siquiera se imaginaba que existían. A pesar de eso sabía que su camino pasaba por otro lado. Y se fue.

A veces, se preguntaba si sus hombres tenían algo en común… de alguna manera lo sentía, pero no lo podía definir. Sabía que le gustaban los flacos y delgados; con cuerpo de bailarín. Y los ojos obligatoriamente azules. Ningún otro color entraba en el juego. Sin embargo, no le quedaba claro si había algún hilo más profundo en todas sus elecciones, en toda su búsqueda… Lo que por fin descubrió, después de haber mirado el techo una interminable cantidad de días y noches, era que a todos ellos les faltaba algo. Experiencia; cierta maduración; aceptación de los límites que nos impone la vida, los cuales son lo único que nos puede salvar de la propia locura. Darnos forma.

Su naturaleza le impedía salidas nocturnas a bares  y las visitas a los colores de sábanas ajenas. En cambio, esa misma moderación le abría las puertas de aquello que solía llamar encuentros. A pesar de su efímera y fresca naturaleza, duraban años.

Después de un tiempo encontró a otro. Un bailarín; alma buena, algo melancólica. Usando el lenguaje de la química, lo ocurrido podría resumirse en la frase „reacción explosiva”. Con el amor y el cariño como detonantes. ¿Aunque existen explosiones lentas? Los que saben de la cosa dicen que el amor físico lo hacemos de la misma manera en la cual comemos. Es esta la verdadera razón por la cual tantas citas tienen su lugar en restaurantes. Si come rápido, hay que descartarlo antes de la segunda copa; con la tercera ya puede ser tarde. Entonces, durante la primera cita lo miró bien sin que se dé cuenta. Bueno, si… comía lento. Y aún a pesar de esto, no logró quedarse…

De cada una de sus parejas le quedaba una herencia, algo aprendido. El amor al chocolate amargo con pimienta; una sarcástica e irónica manera de responder preguntas; la convicción de que amar y compartir no siempre van de la mano; el cine como una imagen interna; la frescura de un hermoso matiz de pasión de color verde… Eran encuentros. Amores de almas carnívoras que se querían comer crudas.

¿Si estaba feliz? Al final… ¿Qué es la felicidad? Buscando, ya tantos años alguna respuesta sólo podía basarse en la antigua palabra griega eudaimonia, la cual – como se lo explicó bien una vez un sabio sacerdote porteño – significaba felicidad y consistía en dos palabras, eu (bueno) y daimōn (espíritu). El espíritu. ¿Un ángel, o más bien un demonio? Sin duda, lo último: un demonio; un buen demonio. La felicidad como el arte de soltarlo, liberarlo y seguirlo.

Entonces estaba aquí y ahora. Siguiendo a su demonio. Finalmente, encontrando al hombre de su vida. Escribiendo. Con la fuerte sensación de que escribir es como hacer amor. O quizás, al revés. Tocando de manera reflexiva su recién afeitada barba, diose cuenta de lo que tenían en común sus hombres anteriores. Decidió no elegir más palabras y permitir que fluyan solas por los ríos y arroyos de sus dedos, hasta un mar abierto, cuyas olas cantan que no es posible encontrarse a uno mismo sin abrirse al otro.


Agradecimientos para los correctores del texto: Agustín Argento y Marilina Rizzo.






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