De manera
inconsciente siempre elegía el mismo tipo de hombre. Se relacionaba con los
capaces de darle esa certeza… la de que
en algún momento los iba a perder. Nunca supo explicar ese fenómeno. ¿Sería por
el miedo a quedarse en la trampa de lo cierto y definido? En lo, por otro lado,
vehementemente deseado. Una contradicción interna tan extraña y tan común a la
vez.
Recuerda a su primer
chico; un estudiante en el primer año de la universidad. Muchacho
joven, idealista y soñador, quien había terminado la secundaria en la provincia
y estaba medio perdido en la gran ciudad. Lo dejó después de unos años, siguiendo
la inconsciente ley según la cual la
separación es el primer paso de la existencia.
Un tiempo después
conoció al otro. De unos veinticinco años. Alma infeliz; educado; inteligente;
con un maravilloso futuro -tipo estándar-por adelante. En su presencia sentía esa
obviedad a veces tan oculta, de que no todo era lo que parecía. En aquella
época, no supo definir bien qué era; hoy después de tantos años y varios amores
vividos, estaba más cerca de la respuesta. Al dejarlo, quedó bastante tiempo
con su propia soledad. Aparecían posibilidades, pero no era lo que deseaba. ¿Sería
la falta de convicción para tener una pareja duradera? Algo estable, con
proyecto. ¿O quizás – aunque cueste creer – sería que su camino conducía a otro
futuro? ¿Quizás le parecía que lo más bello de la vida son esas profundidades
que sólo presentimos? Y si nos atrevemos a buscarlas se nos escapa algo. Para
siempre.
Abrió sus alas de nuevo,
recién cuando llegó al corazón la magia de
enamorarse de alguien que no hablara su lengua materna. Se fue al país de su pareja…
un cambio decisivo, que determinó toda su vida. Una relación fuerte y profunda
de dos seres, que a pesar de amarse, nunca se pudieron entender. Y no pasaba
por la diferencia de lengua. No. Se terminaron separando de manera muy dolorosa.
Su propio corazón admitió al fin que no había encontrado al hombre de su vida.
Tenía que buscar más. Más y más, en una larga y desesperada búsqueda; con
muchas mañanas grises, que no terminaban de despegarse de la cama.
Recordó aquel extraño día, cuando por un inexplicable capricho del hado,
al buscar un pasaje a Nepal (para seguir su camino en un monte lejano
dedicándose a mantras y silencio) ocurrió un error del sistema, que lo llevó a,
sin querer, comprar un viaje a otro destino. Quizás lo podía haber devuelto, pero
- en un inesperado ataque de coraje - aceptó el desafío de superficies planas:
terminó el viaje en una nocturna milonga de la Capital Federal.
Con nuevas
esperanzas, jugando ajedrez con la fortuna y gozando de lo desconocido, aprendió
a tomar mate; disfrutar de un cortado; de la primavera de flores de palo
borracho; del malbec. Aprendió a hablar
en otra lengua; se dio cuenta que los códigos del juego entre sexos opuestos eran
bien, bien diferentes de aquello que conocía. Seguía buscando.
Se quedó más tiempo con
uno que hacia terapia. Algo que influye no sólo al paciente, también a su
entorno. Junto a él, su mente y corazón cruzaron varias fronteras, para las
cuales antes no sólo no tenía pasaporte; ni siquiera se imaginaba que existían.
A pesar de eso sabía que su camino pasaba por otro lado. Y se fue.
A veces, se preguntaba si sus hombres tenían algo en común… de alguna
manera lo sentía, pero no lo podía definir. Sabía que le gustaban los flacos y
delgados; con cuerpo de bailarín. Y los ojos obligatoriamente azules. Ningún
otro color entraba en el juego. Sin embargo, no le quedaba claro si había algún
hilo más profundo en todas sus elecciones, en toda su búsqueda… Lo que por fin descubrió,
después de haber mirado el techo una interminable cantidad de días y noches,
era que a todos ellos les faltaba algo. Experiencia; cierta maduración;
aceptación de los límites que nos impone la vida, los cuales son lo único que
nos puede salvar de la propia locura. Darnos forma.
Su naturaleza le impedía salidas nocturnas a bares y las visitas a los colores de sábanas
ajenas. En cambio, esa misma moderación le abría las puertas de aquello que
solía llamar encuentros. A pesar de su efímera y fresca naturaleza, duraban años.
Después de un tiempo encontró a otro. Un bailarín; alma buena, algo
melancólica. Usando el lenguaje de la química, lo ocurrido podría resumirse en la
frase „reacción explosiva”. Con el amor y el cariño como detonantes. ¿Aunque
existen explosiones lentas? Los que saben de la cosa dicen que el amor físico
lo hacemos de la misma manera en la cual comemos. Es esta la verdadera razón
por la cual tantas citas tienen su lugar en restaurantes. Si come rápido, hay
que descartarlo antes de la segunda copa; con la tercera ya puede ser tarde. Entonces,
durante la primera cita lo miró bien sin que se dé cuenta. Bueno, si… comía
lento. Y aún
a pesar de esto, no logró quedarse…
De cada una de sus
parejas le quedaba una herencia, algo aprendido. El amor al chocolate amargo
con pimienta; una sarcástica e irónica manera de responder preguntas; la
convicción de que amar y compartir no siempre van de la mano; el cine como una imagen
interna; la frescura de un hermoso matiz de pasión de color verde… Eran encuentros. Amores de almas carnívoras
que se querían comer crudas.
¿Si estaba feliz? Al final… ¿Qué es la felicidad? Buscando, ya tantos
años alguna respuesta sólo podía basarse en la antigua palabra griega eudaimonia, la cual – como se lo explicó
bien una vez un sabio sacerdote porteño – significaba felicidad y consistía en
dos palabras, eu (bueno) y daimōn (espíritu). El espíritu. ¿Un ángel, o
más bien un demonio? Sin duda, lo último: un demonio; un buen demonio. La
felicidad como el arte de soltarlo, liberarlo y seguirlo.
Entonces estaba aquí y ahora. Siguiendo a su demonio. Finalmente,
encontrando al hombre de su vida. Escribiendo. Con la fuerte sensación de que
escribir es como hacer amor. O quizás, al revés. Tocando de manera reflexiva su
recién afeitada barba, diose cuenta de lo que tenían en común sus hombres
anteriores. Decidió no elegir más palabras y permitir que fluyan solas por los
ríos y arroyos de sus dedos, hasta un mar abierto, cuyas olas cantan que no es
posible encontrarse a uno mismo sin abrirse al otro.
Agradecimientos para los correctores del texto: Agustín Argento y Marilina Rizzo.
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